sábado, 16 de abril de 2016

Lectura de Voltaire y su "Tratado sobre la tolerancia"

Voltaire
La polémica apasionada del escrito va dirigida contra las fuerzas de la intolerancia y del oscurantismo, localizada sobre todo en el catolicismo de cuño jesuítico. Se compuso con ocasión del ajusticiamiento del calvinista Jean Calas por obra del Tribunal de Tolouse, el cual dió más fe a la falsa acusación por fanáticos católicos que al atormentado y a su familia. La rehabilitación de Calas en 1765 se debió en buena medida al panfleto de Voltaire. Mediante este craso ejemplo de odio procedente de una concepción del mundo, el autor cifra su interés central en sacar a la luz con toda claridad el pensamiento de la tolerancia en el plano de la ideología.
Voltaire describe de forma concisa y penetrante los sucesos de Toulouse en 1761-1762. Calas había sido acusado del asesinato de su propio hijo, por la supuesta razón de que éste quería convertirse al catolicismo. A pesar de sus proclamas de inocencia, de las que no se apeó en medio del tormento, Calas fue condenado al suplicio de la rueda.
Voltaire ve el trasfondo histórico de tales hechos en las guerras religiosas contra los albigenses en el siglo XIII y más tarde contra los protestantes, y desacredita en conjunto las monstruosidades del fanatismo religioso en la historia francesa, que él imputa sobre todo a la Iglesia Católica. En contraposición a ello, considera la tolerancia como un principio fundamental del derecho natural y una conquista de las culturas precristianas, lo cual puede constatarse tanto en Grecia y Roma como en el judaísmo del Antiguo y del Nuevo Testamento. En consecuencia, la intolerancia no puede apoyarse en la Sagrada Escritura. El autor aduce también la figura de San Agustín como abogado de la Tolerancia, en contraposición a la praxis posterior de la Iglesia Católica. Voltaire descubre también las raíces del fanatismo en el culto de los mártires del cristianismo primitivo, que él somete a una crítica racionalista. Contra el fanatismo criminal y la superstición popular, que se oponen al progreso de la razón, el autor permite una cierta forma de intolerancia estatal.
En su escrito, que en parte se basa en el tratado "De los delitos y de las penas" de Cesare Beccaria, exige también una reforma de la justicia y de los procesos penales, a la vez que reivindica la libertad de opinión y de conciencia.
Hacia el final de esta obra, Voltaire redacta una oración apasionada al Dios que está por encima de todas las religiones, con la súplica de que abra los corazones de los hombres para el pensamiento del a fraternidad y del amor a la libertad.

viernes, 8 de abril de 2016

Acerca de "El elogio de la locura" de Erasmo de Rotterdam

Erasmo de Rotterdam
El espíritu filosófico erasmista, en su manifestación más peculiar, se encuentra en el Elogio de la locura. Se trata de una obra que muy pronto se hizo muy famosa, y entre las pocas de este autor que aún se leen con agrado. ¿En qué consiste esta «locura»? No resulta fácil de precisar y de definir, ya que Erasmo la presenta a través de una extensa gama de fenómenos, que van desde aquel extremo (negativo) en el que se manifiesta la parte peor del hombre, hasta el extremo opuesto que consiste en la fe cristiana, que es la locura de la cruz (como la define el propio san Pablo). Entre ambos extremos Erasmo muestra una amplia gama de grados de locura, mediante un juego muy hábil, empleando a veces la ironía socrática, en ocasiones utilizando paradojas atrayentes, o la crítica lacerante y la palmaria oposición (como ocurre cuando denuncia la corrupción de costumbres de los hombres de Iglesia en aquella época). En determinados momentos Erasmo denuncia la locura con la intención evidente de condenarla; en otras ocasiones, como sucede con la fe, con la clara intención de exaltar su valor trascendente; a veces se limita a mostrar la humana ilusión, presentándola no obstante como elemento indispensable para vivir. La locura es como una mágica escoba que barre todo lo que se opone a la comprensión de las verdades más profundas y más serias de la vida. Nos permite ver cómo, bajo los ropajes de un rey, a veces no hay más que un pobre mendigo, y cómo bajo la máscara del poderoso no existe otra cosa que un sujeto despreciable. La locura erasmista aparta los velos y nos permite ver la comedia de la vida y los auténticos rostros de quienes se ocultan bajo las máscaras. Al mismo tiempo, sin embargo, nos permite comprender el sentido de los escenarios, de los disfraces, de los actores, y busca en cierto modo que las cosas se acepten en todos los casos tal como son. Así, la “locura erasmista” se convierte en reveladora de verdad. Véase esta página tan elocuente:

"Supongamos que alguien quisiese arrancar sus disfraces a los actores que llevan a cabo su papel en un escenario, revelando a los espectadores sus auténticos rostros. ¿No perjudicará así toda la ficción escénica y no merecerá que se le considere como un loco furioso y se le eche del teatro a pedradas? De forma súbita, el espectáculo adquirirá un nuevo aspecto: donde antes había una mujer, ahora hay un hombre; antes había un viejo y ahora hay un joven; el que era rey se ha convertido en un granuja, y quien era un dios se nos aparece allí como un hombrecillo. Empero, quitar la ilusión significa hacer desaparecer todo el drama, porque es precisamente el engaño de la ficción lo que seduce el ojo del espectador. Ahora bien, ¿qué es la vida del hombre, si no una comedia en la que cada uno va cubierto con su propio disfraz y cada uno declama su papel, hasta que el director le aparta del escenario? El director siempre confía a un mismo actor la tarea de vestir la púrpura real o los andrajos de un miserable esclavo. En el escenario todo es ficticio, pero la comedia de la vida no se desarrolla de una manera distinta." (Elogio de la locura. Erasmo de Rotterdam, página 20 del documento de la práctica)

La culminación de la locura erasmista se halla en la fe: «Por último, es evidente que los locos más frenéticos son precisamente aquellos que se hallan por completo dominados por el ardor de la piedad cristiana: de ello es signo manifiesto el derroche que hacen con sus bienes, el no tener para nada en cuenta las ofensas, el resignarse ante los engaños, el no distinguir entre amigos y enemigos [...]. ¿Qué es acaso todo esto, si no locura?» Y luego, la culminación de las culminaciones de la locura consiste en la felicidad celestial, propia de la otra vida, pero de la cual a veces aquí en la tierra los piadosos están en condiciones de percibir su sabor y su aroma, aunque sea durante un instante. Éstos, cuando recobran la conciencia, están convencidos de un hecho: han «tocado la culminación de la felicidad mientras duró su locura. Por eso, lloran por haberse vuelto cuerdos, y no quisieran más que estar locos de este modo durante toda la eternidad».

La rigidez con que Erasmo fustigó a papas, prelados, eclesiásticos y monjes de su época, determinadas costumbres que se habían infiltrado en la Iglesia, así como determinadas afirmaciones doctrinales, le atrajeron la animadversión de los católicos. Más adelante algunas de sus obras serán prohibidas, y se recomendará una cierta cautela crítica con respecto a otras. Lutero, en cambio, se enfureció debido a la polémica acerca del libre arbitrio, y con una enorme violencia calificó a Erasmo de ridículo, necio, sacrilego, charlatán, sofista e ignorante, y afirmó que su doctrina era como una «mezcla de cola y de barro», «de escoria y excrementos». Lutero, como veremos a continuación, no admitía oposiciones. Los dos personajes, para llegar a objetivos que en parte eran idénticos, emprendieron caminos que seguían direcciones opuestas.

martes, 5 de abril de 2016

Acerca de "Giambattista Vico: El mundo civil hecho por los hombres" de A.G.Marqués

Giambattista Vico
La polémica contra el racionalismo cartesiano y su pretensión de universalidad en lo que concierne a la extensión y la intensidad está regida por la convicción de que sólo puede existir ciencia de aquello que se está en grado de hacer o de rehacer: «La norma de lo verdadero es el haberlo hecho.» Este es el camino para lograr la claridad y la distinción auténticas, como rasgos del saber riguroso. Sólo el artífice está en condiciones de poseer ciencia sobre el artefacto. Tal es la intuición teórica que guió a Giambattista Vico en su crítica al método cartesiano y que cada vez se hará más explícita, a medida que vaya configurándose su pensamiento. ¿Cómo es posible aspirar a elaborar un saber claro y distinto con respecto a la cosmología, puesto que no somos nosotros los artífices del mundo? La claridad y la distinción de la geometría y de la matemática se explican por el hecho de que nosotros las hemos construido. El hecho o el hacer es la condición o el lugar de lo verdadero. En el De antiquissima Vico sostiene: «En latín verum y factum poseen una relación de reciprocidad o, para utilizar un vocablo popula-rizado por las escuelas, “se convierten entre sí” [...]. De ello es lícito conjeturar que los antiguos sabios itálicos coincidían en estos pensamientos: lo verdadero es lo mismo que el hecho; Dios es el primer verdadero, en cuanto que es el primer hacedor y creador.»

Dios es la suma sabiduría porque es artífice de todo. ¿Y el hombre? Sólo está en disposición de conocer aquello de lo cual es artífice, comenzando por la matemática y la geometría, para pasar al mundo exterior después, pero sólo dentro de los límites restrin-gidos y variables de su capacidad experimental o re-creadora. Sin embargo, ¿no existe acaso, fuera de esas fronteras, un reino cuyo protagonista indiscutible es el hombre? Existe, en efecto, y es el mundo de la historia, con sus instituciones, el comercio, las guerras, las costumbres, los mitos, los lenguajes. ¿Acaso el hombre no es el artífice de todo esto? En la Nueva Ciencia, Vico afirma: «Este mundo civil fue sin duda hecho por los hombres, lo que hace que se pueda -porque se debe- encontrar sus principios en el interior de las modificaciones de nuestra mente humana. A cualquiera que reflexione sobre ello, debe producirle asombro el que todos los filósofos hayan procurado seria-mente obtener la ciencia de este mundo natural, del cual -puesto que lo hizo Dios- sólo él la posee; y se olvidan en cambio de meditar sobre este mundo de las naciones, el mundo civil, del cual -por-que lo han hecho los hombres- podían éstos lograr su ciencia.»

Este mundo, hasta ahora inexplorado, es el que hay que examinar. Como ha sido hecho por los hombres, nos permitirá lograr un saber tan claro como el geométrico y matemático. Sin embargo, puesto que se trata de un capítulo nuevo, hay que precisar cuáles son los principios y el método que servirán para reducir a ciencia una materia que hasta el momento ha «yacido en un sepulcro». Se trata de una ciencia análoga y, al mismo tiempo, superior a la geometría. En efecto, esta ciencia tendrá que proceder «como la geometría que, mientras lo construye o lo contempla con sus elementos, va configurando el mundo de las magnitudes; con tanta más realidad, empero, cuanto que éstas tienen puntos, líneas, superficies y figuras. Esto mismo atestigua que estas pruebas son de una especie divina y deben, oh lector, provocar en ti un divino placer, porque en Dios el conocer y el hacer son una misma cosa».

viernes, 1 de abril de 2016

Acerca de Utopía, de Santo Tomás Moro

Tomás Moro
Thomas More nació en Londres, en 1478. Fue amigo y discípulo de Erasmo, y humanista poseedor de un primoroso estilo literario. Participó activamente en la vida política, ocupando cargos muy elevados. Permaneció firme en la fe católica, negándose a reconocer a Enrique VII como jefe de la Iglesia, por lo que fue condenado a muerte en 1535. Pío XI lo canonizó en 1935.   

La obra que otorgó a Moro una fama inmortal fue su Utopía, título que constituye la denominación de un antiquísimo género literario, muy cultivado antes y después de Moro, y que también sirve para referirse a una dimensión del espíritu humano que, a través de la representación más o menos imaginaria de aquello que no es, describe lo que debería ser o cómo quisiera el hombre que fuese la realidad. «Utopía» (del griego ou = no, y topos = lugar) indica un «lugar que no es» o, también, «lo que no está en ningún lugar». Platón ya se había aproximado mucho a esta acepción, al escribir que la ciudad perfecta que describe en La República no existe «en ninguna parte sobre la tierra». Sin embargo, se hizo necesaria la creación semántica de Moro para llenar una laguna lingüística. El enorme éxito del término demuestra la necesidad que a este respecto experimentaba el espíritu humano. Adviértase, sin embargo, que Moro insiste en esta dimensión del «no estar en ningún lugar»: la capital de Utopía se llama Amauroto (del griego amauros — evanescente), que quiere decir «ciudad que huye y se desvanece como un espejismo». El río de Utopía se llama Anidro (del griego anhydros = carente de agua), es decir, «río que no es una corriente de agua», «río sin agua». El príncipe se llama Ademo (palabra formada por la a privativa en griego, y demos, pueblo), que significa «jefe que no tiene pueblo». Evidentemente, se trata de un juego lingüístico que se propone insistir en aquella tensión entre lo real y lo irreal -y, por lo tanto, ideal- de la cual es expresión la Utopía.    

Las fuentes a las que se remonta Moro son, por supuesto, platónicas, con amplios añadidos de doctrinas estoicas, tomistas y erasmistas. Como trasfondo se encuentra Inglaterra, con su historia, sus tradiciones, los dramas sociales de la época (la reestructuración del sistema agrario que privaba de tierra y de trabajo a gran número de campesinos; las luchas religiosas y la intolerancia; la insaciable sed de riquezas).    

Los principios básicos del relato, que en la ficción es narrado por Rafael Hitlodeo quien, al tomar parte en uno de los viajes de Américo Vespucio, habría visto la isla de Utopía, son muy sencillos. Moro está profundamente convencido (cosa en la que se ve influido por el optimismo humanista) de que bastaría con seguir la sana razón y las más elementales leyes de la naturaleza, que están en perfecta armonía con aquélla, para evitar los males que afligen a la sociedad. Utopía no presentaba un programa social de obligada realización, sino unos principios destinados a ejercer una función normativa, los cuales, mediante un hábil juego de alusiones, señalaban los males de la época e indicaban los criterios que servían para curarlos.    

El punto clave reside en la ausencia de propiedad privada. Platón, en La República, ya había dicho que la propiedad divide a los hombres mediante la barrera de lo «mío» y lo «tuyo», mientras que la comunidad de bienes devuelve la unidad. Donde no existe la propiedad, nada es «mío» ni «tuyo», sino que todo es «nuestro». Moro se inspira en Platón, cuando propone la comunidad de bienes. Además, en Utopía todos los ciudadanos son iguales entre sí. Una vez que han desaparecido las diferencias de riqueza, desaparecen también las diferencias de status social. Por eso, los habitantes de Utopía llevan a cabo de forma muy equilibrada los trabajos propios de la agricultura y de la artesanía, de manera que no vuelvan a reproducirse, como consecuencia de la división del trabajo, las divisiones sociales. El trabajo no es destructivo del individuo y no dura toda la jornada, sino seis horas diarias, para dejar espacio a las diversiones y a otras actividades. En Utopía también hay sacerdotes dedicados al culto y se garantiza un lugar especial a los literatos, es decir, a quienes, por haber nacido con unas dotes y unas inclinaciones especiales, se proponen dedicarse al estudio.    

Los habitantes de Utopía son pacifistas, se ajustan al sano placer, admiten diferentes cultos, saben honrar a Dios de maneras distintas y saben comprenderse y aceptarse recíprocamente en esta diversidad. He aquí una de las páginas en las que se ataca a los ricos de todos los tiempos y a las riquezas (adviértase la atractiva paradoja: sería mucho más fácil procurarse el sustento, si no lo impidiese precisamente la búsqueda de aquel dinero que, en la intención de quien lo inventó, servía para conseguir con más comodidad dicho propósito): 

Estos funestos individuos, después de haberse repartido con una avidez insaciable el conjunto completo de bienes que habrían bastado para todos ¡qué lejos se hallan, no obstante, de la felicidad que se goza en Utopía! Allí, una vez que se ha sofocado del todo cualquier codicia de dinero, gracias a la abolición del empleo ¡qué muchedumbre de molestias ha sido expulsada, qué densa cosecha de delitos ha sido arrancada de raíz! ¿Quién podría ignorar que todos aquellos fraudes, hurtos, robos, riñas, desórdenes, disputas, tumultos, asesinatos, traiciones o envenenamientos que las cotidianas ejecuciones capitales logran castigar pero no reprimir, desaparecen de inmediato apenas se ha quitado de en medió el dinero? ¿Y que en ese mismo instante se desvanecen el temor, la ansiedad, los afanes, los tormentos y el insomnio? ¿Y que la pobreza misma, que sólo parece sufrir penuria de dinero, una vez que éste haya sido suprimido por completo, también llegaría a atenuarse? Para aclarar mejor el asunto, reflexiona un poco en tu corazón sobre un año que haya resultado avaro y de escasas cosechas, en el que hayan muerto de hambre muchas personas. Yo sostengo, con toda seguridad, que si al final de aquella escasez se inspeccionasen los graneros de los ricos, se habría encontrado una abundancia tal que, distribuyéndola entre todos aquellos que habían sucumbido por inanición o por enfermedad, nadie habría padecido en lo más mínimo por aquella esterilidad del terreno o del clima. ¡Sería tan fácil asegurarnos el sustento, si no nos lo impidiese precisamente el bendito dinero, esa invención tan sutil que debería allanarnos el camino para procurarnos aquél!    

Con justa razón, L. Firpo ha dicho que Utopía es uno de aquellos pocos libros de los cuales se puede afirmar que han incidido sobre el curso de la historia: «A través de él, el hombre angustiado por las violencias y las disipaciones de una sociedad injusta elevaba una protesta que ya no ha podido ser acallada. El primero de los reformadores impotentes, rodeados por un mundo demasiado sordo y demasiado hostil para escucharles, enseñaba a luchar del único modo que les está permitido a los inermes hombres de cultura, lanzando una llamada a los siglos venideros, delineando un programa que no está destinado a inspirar una acción inmediata, sino a fecundar las conciencias. A partir de entonces, aquellos lúcidos realistas que el mundo denomina con el término acuñado por Moro, “utópicos”, se dedican justamente a la única cosa que está a su alcance: como náufragos arrojados a la orilla de remotas e inhospitalarias islas, lanzan a quienes vienen después mensajes dentro de una botella.»

Tomás Moro (1478-1535): es el autor de Utopía, uno de los libros más conocidos en la época renacentista y que se ha hecho célebre a partir de entonces. Además, se ha tomado como denominación del género literario que representa y de la dimensión fundamental del espíritu que se encuentra en su base.